Tenía yo poco más de siete años cuando una tarde mis padres me compraron un kit de tenis marca Makro en el hipermercado Makro que constaba de tres pelotas de tenis y dos raquetas que pesaban más que yo en aquellos momentos. Al verlo no pude más que fliparlo en colores. Era increíble tener eso. Las raquetas tenían su funda negra con cremallera, lo que les otorgaban un aire profesional que ni en mis mejores sueños podría haber imaginado. Una vez en casa frente a frente con mis dos raquetas tuve que afrontar el durísimo hecho de que era hijo único y con una vida interior tan grande e intensa que, con siete años, me había llevado a no tener ningún amigo y que haría que con veintinueve decidiese escribir una entrada en un blog en lugar de estar emborrachándome por ahí, que es lo que hace la gente guay un viernes por la noche (no tengáis vida interior, es una putada). La cuestión es que tenía las que, en mi opinión, eran las dos mejores raquetas jamás fabricadas y nadie con quién jugar.
Recuerdo que una tarde mi madre, que tenía una honda preocupación con el hecho de que la citada vida interior de su hijo era tan grande que éste ni siguiera veía la calle, me dijo que nos bajásemos a jugar al tenis los dos. La experiencia como tenista de mi madre venía a ser la misma de su hijo, es decir nula. De hecho antes de bajar a la calle conmigo siguió el ritual ya perdido que existía en las madres de los ochenta de arreglarse para salir a la calle siempre que fuesen a hacer algo distinto a ir a comprar. En el barrio no había nada parecido a un campo de tenis, con lo que nos tendríamos que bajar a jugar entre los árboles y la arena. Así que ahí estábamos mi madre, con tacones, maquillada y de punta en blanco, y yo con dos raquetas que pesaban un quintal, jugando al tenis sin tener ni idea en un campo de arena. Por supuesto que no fuimos capaces de dar dos golpes seguidos, pero no tengo palabras para describir lo feliz que me sentía en aquel momento. Estaba jugando al tenis con mi superkit de tenista profesional del Makro. En mi mente tenía claro que ese era el primer paso para ganar el Roland Garros, que no me quedaría más en casa, puesto que había descubierto mi pasión y entrenaría como nadie ha entrenado jamás para hacer de mí al tenis lo que Oliver Aton (Capitan Tsubasa) era al fútbol.
Por supuesto no volví a coger una raqueta hasta una década más tarde. Y lo haría para echar la tarde con mis amigos en el polideportivo. Pero ese momento tuvo la magia que solo un niño puede sentir.
Pues bien, recientemente me he vuelto a ilusionar con algo de la manera que un niño se ilusiona con las cosas. ¡Mañana me voy a la playa! O al menos eso creía hasta hace un rato.
¿He mencionado alguna vez en este blog que ser un niño es una mierda? Pues si no lo he hecho lo hago ahora. Ser un niño es una mierda y lo de tener ilusión por las cosas es una fuente infinita de frustración que debería estar penada por ley, o al menos alguien tendría que tener la decencia de inventar una pastilla que nos hiciese inmunes a ella.
Sé que la ilusión por los Reyes Magos es algo indescriptible que nos hizo a todos sentir energía para no portarnos como unos cabrones durante todo el año ante el inocente temor de que Baltasar (me lo imaginaba a él porque nunca he sabido quién era Melchor y quién Gaspar), cubierto de pieles estuviese en pleno agosto a las tres de la tarde encaramado a la jardinera de nuestra terraza pasando un calor de mil demonios con el único objetivo de vigilar si dormíamos o no dormíamos la siesta como nos pedía nuestra madre. Por cierto, nunca entenderé por qué las madres de nuestra época consideraban tan importante para nuestro desarrollo personal el dormir la siesta en la infancia, que era cuando no queríamos, y sin embargo nos reprendian por dormirla al aproximarnos a la veintena."¡Te pasas toda la tarde durmiendo en lugar de hacer algo de provecho!".
Pero toda esa ilusión que te hizo soportar en silencio las interminables tardes de verano con papá y mamá cumpliendo la más noble de las tradiciones españolas, consistente en roncar de una y media a tres con un documental de La 2 de fondo; esa ilusión que te empujaba a acabar esas torturas veraniegas llamadas "Vacaciones Santillana" y a hacer concienzudamente los deberes todas las tardes a partir de Septiembre; todo eso se venía abajo cuando el día de Reyes comprobabas horrorizado que el miserable castillo de Lego había sustituido a tu anhelado Batrus de Madelman 2050*. No hablemos ya de la tristeza que invadió nuestro cuerpo al vivir el primer 6 de enero conscientes de que SS.MM. los Reyes magos no se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar sino Ramón Areces y más tarde Isidoro Álvarez. Con tantas esperanzas e ilusiones puestas durante toda nuestra vida en aquella fecha y a final de cuentas se había convertido en un segundo cumpleaños con la salvedad de tener que compartirlo con el resto de niños del mundo que, por supuesto, tenían regalos más molones que los nuestros.
* Batrus: Posiblemente la fuente de diversión más perfecta jamás creada; con alas; un habitáculo para sentar a tu Madelman preferido como piloto; pinzas y la función que hizo de la generación de los 80 hombres como Dios manda: disparar misiles con la entrepierna. Ya no se hacen juguetes como este.
Pues, como os había indicado antes, yo tenía la ilusión de irme mañana a la playa con mi compañero de piso. No se lo he ido contando a todo el mundo porque ya rondo la treintena y parecería de gilipollas hacerlo. Pero hoy, nada más salir del cine de ver el reeestreno de "Harry Potter y la Piedra filosofal" me he ido como un gilipollas al supermercado a comprarme un bañador para mañana poder mojarme el culo en agua salada después de tres años de sequía culeril. He llegado a casa como un puto crío chico ilusionado con enseñar mi superbañador nuevo de £2,5 y concretar la hora de salida para mañana. ¡Y no hay ni dios en casa!
Así que ahora me siento como al abrir el envoltorio del puto castillo de Lego y no encontrar a Batrus en su interior. Todo me hace pensar que mi compañero de piso se ha ido por ahí de fiesta pesando que no vamos a ir por no haber concretado nada. Todo me hace pensar que mañana a las nueve de la mañana estará de resaca o todavía borracho y me mandará a la mierda cuando le diga que nos vamos a Brighton. Todo me hace pensar que mañana corroboraré que es una mierda tener ilusiones por las cosas.
Y también me planteo por qué carajo me tiene que dar a mí últimamente por ilusionarme tanto por todo. En serio, esto no me pasaba hace unos años y me tiene preocupado. El regreso de costumbres e instintos infantiles es uno de los rasgos de la vejez, cuando los señores y señoras de ochenta años vuelven a hacer dibujos con cera y palabras con macarrones. Yo que estaba tan contento por haber superado la crisis de los treinta teniendo solo veintinueve y Dios castiga semejante precocidad adelantándome la de los setenta sin tan siquiera dejarme sufrir la de los cuarenta.
¿Tendrá esto algo que ver con mi alopecia galopante? ¿Será que voy a ser el primer ser humano en cumplir sesenta sin llegar a cumplir treinta? ¿Es por eso que tengo estas ganas de volver al país donde me crié,de sentir el calor del sol que me vio nacer y de compartir unas cervezas con aquellos que me vieron afeitarme la pelusa del bigote por primera vez? No lo sé. Solo sé que ahora mismo preferiría haberme gastado las dos libras y media del bañador en cervezas y no tener la sed ni la lucidez que tengo. Y solo tengo la certeza de que esta ciudad es demasiado grande, la vida demasiado triste o yo demasiado tonto.
Al final no te salió tan mal la compra del bañador, no? fuiste a la playa aunque creo que no es la experiencia que recordabas de los veranos españoles, me equivoco?
ResponderEliminarVuelve!!! el sol te está esperando :-P
Que conste que estoy leyendo tu blog, pero me tengo que ir cagando leches y no puedo comentarte apropiadamente. A mi vuelta lo hago, ¡lo juro por Oliver Aton!
ResponderEliminarAl final fui a la playa, me mojé el culo y por supuesto me quemé. Otro cangrejo más en la isla.
ResponderEliminarBueno quizás si fue como recordabas ;-)
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