Cuando empecé a escribir este blog uno de los principales motivos para hacerlo era relataros los pormenores de un hombre acercándose a la treintena con una alopecia incipiente en plena crisis de los treinta. Como si de una terapia se tratase, la crisis de los treinta pareció superarse con las primeras entradas. Lo que en principio podría parecer una putada resultó sin embargo el único buen ejemplo de ese extraño síndrome del escritor que lo lleva a tener ideas durante todo el día excepto al sentarse a escribir. Así el verme obligado a escribir sobre mi crisis hizo que la crisis desapareciera. Bendito sea Dios. Pensé en escribir un blog sobre la alopecia pero dudo mucho de que tenga los mismos resultados.
Sin embargo, el hecho de superar la crisis de los treinta no hace que no sufra las crisis correspondientes a la edad,lo que pareciendo igual es muy distinto. Hoy toca hablar de la crisis generacional de los nacidos en la órbita del comienzo de la década de los ochenta (que empezó en 1981 y no en 1980, como cree la mayoría).
Dice la RAE que la crisis es una "mutación importante en el desarrollo de otros procesos, ya de orden físico, ya históricos o espirituales". Me parece una definición muy adecuada para describir a los nuevos treinteañeros. Somos la generación de los cambios, la que se ha criado en base a unos principios que, sin saber muy bien cómo ni por qué, ya no valen.
Nada de esto sería un problema si al menos tuviésemos claro cuáles son las nuevas reglas, pero si lo supiésemos no seríamos la generación de la crisis. Somos los hijos de la última generación que entró de aprendiz a trabajar a una empresa en la que todo apunta que va a ver la jubilación, los hijos de la generación que tenía claro que su objetivo era encontrar un trabajo fijo, encontrar una pareja, casarse, comprar un piso en el pueblo o en una ciudad del extrarradio, tener hijos y darles todo aquello que a ellos les faltó para tener una vida mejor. La parte del piso en el extrarradio era el único giro argumental de relevancia entre el guión que seguían nuestros padres y el que seguían los suyos y a su vez los padres de estos. Esta vida tenía todos los peros que uno quiera ponerle pero sin embargo era un camino mucho más recto hacia la felicidad, porque proveía a los que la vivían de algo de lo que carecemos los treinteañeros de hoy día: una ruta a seguir. Es muy complicado ser plenamente feliz cuando uno no sabe adónde va y la vida se va convirtiendo en una serie de bandazos que uno controla con mayor o menor fortuna. Así que, sintiéndolo mucho por nuestros padres, dándonos lo que no tuvieron no nos hicieron más felices, muy al contrario, nos desorientaron.
La parte económica, muy al contrario de lo que sería previsible con la que está cayendo, no me parece que haya sido un retroceso importante. El hecho de que los trabajos hayan reducido su duración permite no aburrirse con una vida de hacer lo mismo todos y cada uno de los días que faltan para la jubilación de uno. Yo me sentiría muy frustrado sabiendo que de aquí a los 67 lo único que voy a hacer en mi vida profesional es hacer pan, poner ladrillos, vender ropa, vender hipotecas, hacer fotocopias o vender acciones en bolsa(con todo el respeto y agradecimiento a aquellos que lo han hecho por mí y por los que yo quiero).
Lo malo es que hemos asumido que esta provisionalidad en el trabajo y en el lugar de residencia lo es también en el plano sentimental. Ese es el salto generacional más grande que se ha producido en la España de los últimos treinta años. Soy de la generación que se sorprendía porque los padres de sus amigos se separasen. Lo normal en la generación de nuestros padres era encontrar a una muchachita de quince años en el pueblo, propio o colindante, de la que se enamoraban con una ternura hoy perdida y con la que se casaba. Una vez casados esa relación acababa con la muerte o la viudedad, lo cual es precioso. Sin embargo, si me pongo a recordar las relaciones de mis amigos supongo que me pasará como a vosotros,que contamos nuestras relaciones por fracasos, que los "novios de toda la vida" son los menos y, no nos engañemos, una vez casados la estadística juega en su contra.
El principal problema es que ni siquiera entre nosotros mismos nos ponemos de acuerdo en si esto es bueno o no. En las reuniones de amigos en las que se habla de los beneficios de la soltería es difícil no ver un halo de envidia en las parejas de toda la vida, quienes pregonan su felicidad seguramente con mucha sinceridad pero puede que para acallar la parte de su cerebro que les susurra las preguntas que les hacen cuestionarse si están enamorados, resignados o ambas cosas. Los solteros por otro lado hacemos básicamente lo mismo solo que desde nuestro campo de batalla. Nos empeñamos en repetir lo felices que somos estando solos, pero la dura realidad es que felicidad y soledad son términos incompatibles.
Qué está bien y qué está mal es algo que no sabría afirmar. Solo tengo claro que no somos tan viejos como somos ni tan jóvenes como nos creemos y que no hacemos nada en concreto a pesar de hacerlo todo. Deberíamos tomar un rumbo, no creo que deba ser lo que hacían nuestros abuelos pero tal vez debiera parecerse mucho. Combinar libertad, amor y un rumbo con la ambición y el no resignarse es una misión que nos ha superado como generación y, me atrevería a decir, que también como individuos.
El triunfo se consigue cuando se sabe distinguir la lucha de la testarudez, cuando podemos diferenciar la rendición del fin de un ciclo, cuando sabemos dar un par de pasos atrás para poder saltar mejor hacia adelante y, sobre todo, cuando se sabe en qué momento emprender la huida supone una victoria. Pero hemos optado por defender ciegamente nuestros principios (si es que existen) con la excusa de la libertad, ahogándonos en la incertidumbre y la infelicidad en lugar de aceptar que no existe libertad sin felicidad.
¿Cuál es la salida? No tengo ni idea.
Excelente reflexión. El párrafo final lo resume todo, es más, se puede llevar directamente a la crisis social y sistémica que sufrimos, y ahí tienes tu desafío, el mayor de los últimos siglos.
ResponderEliminarMientras decenas y decenas de generaciones anteriores de jóvenes deseaban cambiar el mundo hasta acabar acomodándose y olvidando ese deseo, a esta generación titubeante y perdida, ésta que precisamente no quería cambiar el mundo, no va a tener más remedio que hacerlo.
Aún no hay, ni seguramente habrá, una ruta a seguir, sólo hay un camino que se ha tornado imposible.
Lo curioso es que nunca en la historia recuerdo un motor de cambio que no quisiera serlo, y mucho menos que se cambiase algo para bien sin tener presente a los predecesores generacionales. Si tan solo nos dejasen mirar unos segundos al futuro por un agujerito en la pared...
ResponderEliminarBueno, lo que quiero decir es que no se parte de querer ser un motor de cambio sino que se entra forzosamente en ello pero, obviamente, una vez dentro hay que querer.
ResponderEliminarGeneraciones anteriores crecían queriendo cambiar el mundo para apoltronarse en cuanto recibían lo "bueno" del sistema mientras que esta generación crecía apoltronada esperando lo bueno del sistema (estudiando para conseguir un trabajo, irse de vacaciones, comprarse una casa, tener hijos, ...) y habiendo hecho su parte sin recibir la contrapartida van a tener que cambiarlo aunque hubieran preferido no tener que hacerlo.